Mercedes Sosa

jueves, 24 de noviembre de 2011

Cómo han pasado los años.




Vaya que ha pasado el tiempo, como un sueño, como un puñado de arena cayendo entre los dedos. Como el humo de los cigarrillos que fumé en mi juventud. Como la sucesión de mañanas y tardes que han desfilado ante mis ojos. Recuerdo que hace medio siglo, a diario le preguntaba a mi padre, cuántos días faltaban para mi séptimo cumpleaños. Tarde a tarde, cuando mi padre llegaba de trabajar, yo iba directo a preguntarle, y día a día recibía por respuesta la cuenta regresiva: ciento setenta, ciento sesenta y nueve, y así sucesivamente.
Era costumbre que llegaran mis hermanos mayores con sus hijos, a participar del pastel y de los globos, y de la piñata, y de cada detalle de esas fiestas que mis padres a la medida de sus posibilidades, daban a la familia para festejar que finalmente, yo había llegado al mundo. El hijo varón después de cuatro hijas. Recuerdo algunos obsequios recibidos en años anteriores, pero lo mejor era sentir la compañía de mi familia, el amor de mis padres. Y jugar, jugar con esos niños que mis hermanos llevaban, mis sobrinos, muchos de ellos mayores que yo.
A unos cuantos días de distancia, llegaba la Navidad, la casa adornada, el tradicional Árbol Navideño, los regalos con esos fabulosos moños y cintas rojos. Los aromas del pino, el musgo, el heno, el bacalao, los "romeritos" y otros guisos tradicionales. Ese frío, paradójicamente acogedor, la música, las risas, los abrazos. La dicha de sentir que toda mi familia estaba ahí.
La tarde tan ansiada llegó. Todo hacía pensar que ese año de 1961 sería igual la celebración de mi cumpleaños como los años anteriores desde que tenía recuerdos. No fue así. Ese año, las hostilidades latentes entre dos linajes (en realidad tres linajes) de hijos de un mismo padre y diferentes madres, y de toda una parentela de intrigantes parientes, había finalmente desembocado en una guerra intestina que había de ocasionar un cumpleaños solitario que para realizarse requirió la tarea de ir de casa en casa pidiendo, -si no rogando- porque les permitieran a mis sobrinos ir a mi casa a festejar mi cumpleaños.
Pero lo peor, fue que ese año fue el inicio de una devastadora campaña de juzgados, y abogados, y trinquetes, que nueve años después culminó en la pérdida del único patrimonio que mi padre había logrado conservar después de toda una vida de trabajo honesto y cabal. Por fortuna, él ya no vivió para verlo.
Ha pasado medio siglo desde aquella conflagración, que en realidad no fue sino una batalla más que se libró entre los hijos de mi padre, ellos y nosotros. El preludio de mis tropiezos de juventud y mis errores de mi edad madura. La oculta razón de mis fallas estratégicas y malas decisiones. Un abrir y cerrar de ojos detrás del cual la niñez y la adolescencia se me confundió en una breve temporada de juegos en soledad, y mis primeras ilusiones románticas, y mis incipientes correrías.
Ese año de 1961, mi familia comenzó a desintegrarse. Y yo, cada vez me fui quedando más y más solo. ¡Vaya que los años han pasado como un suspiro, como arena que se cae de entre los dedos, como el humo de los cigarrillos que solía fumar en mi juventud! Como los años de la infancia de mis hijos. Como mi propia vida.
De esa tarde conservo esta única fotografía, ¡Qué pena!... Santa Claus no existe.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

No soy de aquí ni soy de allá.




Corrían los primeros años de la década 1970 cuando escuché a Facundo Cabral, algo poeta y algo profeta. Con una actitud de bonhomía que de inmediato provocaba empatía con su auditorio. Un cantor de protesta que no hablaba de violencia sino de prudencia, de cierto grado de descaro ante las convenciones sociales de una comunidad humana de hipócritas y mojigatos. Con un delicado erotismo tan ténue que aparentaba ser tan solo un sutil aroma remanente, de mujer. Con una mano abierta y una guitarra siempre dispuesta a acompañar las milongas de este avatar de Martín Fierro pampero. Se cargó con toda la sencillez que había en la Argentina, y por eso dejó desnudos a sus coterráneos, (con excepción de algunos amigos míos y de Alberto Cortez).
Tan desgarbada fue siempre su actitud y tan sarcástica su visión de la vida, que tenía que partir de este mundo, con el estruendo de la sinrazón de una celada, bajo una lluvia de balas que según se dice, ni siquiera tenían dedicatoria para el difunto. ¿Destino? Quién podrá saberlo nunca. Si por lo menos lo absurdamente trágico, lo indeciblemente bestial y absurdo de una muerte así, trajera alguna lección de moral a una comunidad humana que se deshilacha en su cuesta abajo, hacia el Abadón que será su final.
Pero si ni siquiera el Calvario ha traído regeneración a esa bestia sin piedad que son las gentes. ¿Cómo podríamos esperar que, la muerte de Facundo Cabral sirviera para algo más que para vender espacios televisivos en los noticieros, o para incrementar las ventas de sus discos para medro de las compañías disqueras?
Algo escribí cuando me enteré de su muerte. Ni siquiera entre poetas hubo algún indicio de que el mensaje hubiera llegado profundo a alguien. Hoy, al mirar por internet este video, y encontrándome nostálgico por las acostumbradas añoranzas de mi vida, de otros tiempos, cuando no tenía que ingerir píldoras e inyectarme vacunas para el asma, ni sentía tenesmo vesical, ni me preocupaba mi próstata, ni me subían palpitaciones al pecho. Hoy en uno de mis tantos reencuentros con el pasado, no tuve más remedio que colocar este video, y escribir este texto.

Lehitraot profeta,lehitraot

Hasta luego profeta, hasta luego.